lunes, 4 de junio de 2007


Prólogo


La autora de este libro está hilvanando sus recuerdos en este perfecto atardecer de otoño, cuando el humo danza sobre los tejados. Irá poco a poco presentando las marionetas que integraron el show en el escenario de su vida.

Mostrará cómo pudo esconder sus lágrimas para que los demás creyeran que era fuerte, enseñará cómo vivir en soledad, a rodearse de extraños que le brindan su cariño, que sus noches son frías e interminables, que tuvo que abusar de los somníferos para descansar y levantarse contenta, llenar sus días y sus horas con cosas nuevas a pesar de tener un cuerpo viejo. A deleitarse leyendo tantos autores que no recuerda sus nombres, aprender a trasladar a un paño blanco tanta emoción contenida, tanta belleza plasmada en su retina.

Dios ha sido su refugio, su amigo y fiel confidente.

Somete su cuerpo, ya desgastado por el tiempo, a clases de gimnasia, esto la ayuda a sentirse más joven, a ignorar la artrosis de sus rodillas, pero se siente feliz con sus pares.

Compensó todas sus frustraciones en gritos de libertad, en sentir que es dueña de su metro cuadrado. Siente que el ser verídica, franca y defender la justicia es algo que la apasiona, que vibra con un partido de tenis, que pelea con el televisor cuando le hacen una mala jugada a su favorito, que se emociona hasta las lágrimas ante la caricia de un niño. Que ha amado mucho y que fueron muchos los que la amaron.

Que se arrepiente amargamente cuando en lo más recóndito de su alma existe un pequeño rencor. Se siente en deuda con Dios porque cada día al orar el Padre Nuestro dice con el más íntimo fervor “perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

Así están sus sentimientos como semilla que se lleva el viento, como un hermoso pájaro a punto de levantar el vuelo hacia la eternidad, después reconsidera y piensa “deja que el día perezca donde nace la noche”.



Secreto a color


La galería estaba atestada de público, unos miraban en forma crítica, otros admirados de tanta belleza, otros indiferentes.

Yo, Manolito, el vigilante, los observaba desde mi puesto de trabajo, los analizaba y pensaba “Qué saben ellos de la vida interior de esos cuadros, los miran como algo hermoso, pero estático, ¡no imaginan lo que yo he visto al recorrer los pasillos con mi linterna!”. Sorprendí el coloquio que mantienen los diversos personajes visibles o invisibles de estas obras de arte. Al principio me asusté un poco, luego me fui acostumbrando a ese trajín nocturno.

Ellos me ignoraban o fingían hacerlo, salían de sus lugares, unos ataviados con trajes de épocas pasadas, otros desnudos, hermosos niños que reían felices, viejas casonas se iluminaban y acogían a estos seres etéreos que demostraban su alegría al saber que no eran observados por esos seres extraños que estaban grabados en su conciencia remota, pero que no pertenecían a este mundo actual.

_ Aún recuerdo al hombre que me grabó en esta tela_ decía “una madona entrada en carnes”_ él me dio un rostro angelical y tierno, queriendo ver en mí la imagen de su mujer, quien en realidad era una ramera.

Un niño regordete y risueño dijo:

_ Mi madre me grabó según ella con mucho amor y después me asesinó.

_ Todos tenemos una historia _ dijo en forma grave un señor adusto de grandes bigotes _ felizmente ya no pertenecemos a ese mundo lleno de tristeza y angustia.

Según vemos reflejado en sus rostros, todos son silenciosos, hablan bajito, jamás conseguí entender lo que decían: “Pobres mortales, cuál será la causa de su tristeza, ¡por qué no son felices como nosotros!

_ ¡Será que nuestra dicha sólo comenzó cuando nos inmortalizaron en esta tela!

Al terminar mi recorrido nocturno cada cual estaba en su lugar. El silencio volvía a reinar. Apagué mi linterna y me fui a descansar.


Amarga decisión


Esa mañana me levanté contenta, la vida me sonreía, hoy se estrenaba mi nueva obra, las entradas estaban todas vendidas, sería un nuevo éxito para agregar a mi carrera, además tenía el amor de Damián. Soy joven, talentosa y amada, ¡qué más puedo pedirle a la vida!

Mi nombre es Anahí, la estrella del teatro.

Iba tarareando feliz cuando sonó el teléfono, era Damián:

_ Hola mi amor, ¿cómo estás?

_ Hola _ respondió cortante

_ ¿Qué pasa, es algo relacionado con la obra?

_ ¡No, es de nosotros que deseo hablarte!

_ Damián, amor, qué te parece si después de la función nos vamos a tomar un trago y conversamos.

_ Lo siento, Anahí, quiero que sea ahora, es algo serio y difícil de decir, y debo ser yo quien lo haga.

_ Me asustas

_ La verdad es que estoy comprometido después de la función con la mujer que amo.

_ ¡Qué dices, estás bromeando!

_ ¡Lamento decirte esto ahora, pero no quería que pasara un día más sin que lo supieras, la vida es así, los hombres cambiamos, ese amor nuestro que creíamos era para toda la vida para mí se acabó. Anahí, tú sabes cuantos papeles representé en mi larga carrera, ahora me toca hacer el de canalla con la persona que menos lo merece. ¡Te ruego me perdones, deseo que nuestra amistad no se termine aquí.

El clic del teléfono me sacó del aturdimiento, ¡cómo podía Damián decirme así tan brutalmente algo tan terrible!, además hoy es el día del estreno, cómo conseguiré actuar sin delatar mi angustia. Llorando como una poseída me tiré sobre la cama. No sé cuanto tiempo estuve ahí, pero debía ir al teatro, la función continuaba. Me levanté, me miré al espejo y vi mi espectro reflejado en él. Damián había dicho su última palabra, puesta como una lámpara sobre mi camino, el de mi soledad. Tomé un baño, me vestí y conduciendo mi propio carro me dirigí al teatro. Subí directamente a mi camarín, el maquillador estaba esperando. Como una autómata me vestí.

_ Señora Anahí, estamos en la hora _ avisó el encargado.

Caminaba sin ver, mi instinto me llevó al escenario, el público no debía sentir mi angustia, yo era la gran Anahí y debía serlo hasta el final.

La obra terminó, el público irrumpió en aplausos, me ovacionaron de pie, las lágrimas corrían por mis mejillas. Ellos pensaban que era de emoción, no sabían que lloraba por mí, por mi derrota, porque me sentía sola, engañada, habían pisoteado mis más caros sentimientos, me lo habían escupido a la cara, sin la menor compasión.


Alguien me entregó un ramo de flores. “Son para mi entierro”, pensé. Agradecida me incliné ante ese público que me ovacionaba. Apretando con fuerza el ramo salí del escenario, todo era alegría, el elenco se abrazaba felicitándose por el éxito obtenido. Yo me escabullí, me encerré en mi camarín; sabía que había una pistola en algún cajón, la busqué, la tomé fuerte entre mis manos y mirándome al espejo vi la imagen de una mujer que no quería vivir.

No sabía si Dios me daría la calma necesaria para recordar o el valor de olvidar. De lejos aún escuchaba los aplausos, pero ni esa bacón ni el reciente éxito obtenido podían borrar la enorme desilusión, miraba el futuro y presentía que sería imposible vivir sin el amor de Damián.

Miré el arma que tenía en la mano, sabía que ella resolvería mi problema y apreté el gatillo. Nadie se dio cuenta, los aplausos apagaron el ruido mortal.


Camino equivocado


“Olga, ¿estás lista?”

Era mi hermana Rebeca que llamaba a la puerta de mi cuarto

_ Sí, pasa _ le dije

Ella abrió sus hermosos ojos negros y dijo: “Jamás imaginé que te verías tan hermosa vestida de novia” Sonreímos alegres

_ Ya deja de adularme y ayúdame a poner el velo.

En ese instante sonó el teléfono, era Guillermo, mi ex novio, el único hombre que amaba.

_ Por favor no te cases _ suplicó _ dame una última oportunidad, ¡te lo ruego!

Lo siento Guillermo, ya tomé esta difícil decisión y no la cambiaré. Yo fui sincera contigo, te amé con locura todos estos años, pero no puedo perder mi juventud esperándote. Tú sabes que no amo a Mario, pero me casaré con él a pesar de todo. ¡Adiós y deséame suerte!

Colgué el teléfono temblando, un torbellino de recuerdos giraba en mi cabeza, estaba asustada, no conocía bien al hombre con quien me casaría, era casi un desconocido para mí, sentía que estaba cayendo en un abismo y que a lo mejor me destrozaría en él.

Rebeca me sacó de mis lúgubres pensamientos diciendo que mi familia estaba esperando para irse a la iglesia.

“Estás preciosa”, me dijo mi madre al abrazarme. “Tendrás hijos hermosos, tú colorida y Mario moreno. Bueno, vamos saliendo, no sea que lleguemos después de la novia”.

Ya en el auto mi padrino tomó mi mano y preguntó “¿eres feliz?”

_ No lo sé, ¡pero lucharé con todas mis fuerzas para serlo!

Al entrar a la iglesia parece que flotaba, todos me sonreían, Mario esperaba sereno al pie del altar. La música era hermosa. Estaba emocionada, en el fondo de mi corazón rogaba para que todo saliera bien.

Luego la fiesta, los buenos deseos de todos. Mario fue muy tierno durante nuestra luna de miel, me hacía sentir segura.

Regresamos a casa haciendo planes, yo soñaba con arreglar el departamento a mi gusto. Mario regresó a su trabajo en el banco. Al principio todo fue normal, hasta que algo cambió en el comportamiento de mi marido. Parecía ausente, a veces sentía que me odiaba, otras era cariñoso. Estaba desconcertada, no sabía cómo actuar. Le confidencié eso a mi suegra. Ella sugirió que tuviera paciencia, que cuando tuviéramos hijos todo cambiaría, pero no fue así.

Un día llegó una carta anónima contándome cosas horribles de Mario, del porqué su odio contra mí. Me contaban que había un hombre en la vida de Mario. Quedé aterrada, ahora comprendía el porqué de los golpes que me daba sin motivo aparente, mi vida era un infierno, me transformé en la sombra de la muchacha que un día se propuso ser feliz.

Los golpes continuaron y por consejo de alguien comencé a denunciarlo, sin imaginar cuánto me serviría después. Era una larga lista de agresiones, nada lo detenía ni siquiera nuestras hijas.

Él guardaba un arma en casa de su madre; un día me ordenó ir a buscarla.

“¿Para qué la quieres?, pregunté tímidamente

“¡Yo sabré para qué la quiero!”, gritó.

Aterrada fui a buscarla y conté a mi suegra que tenía miedo. Cuando llegó preguntó por el arma. “¡Está en el velador!”. Casi juntos subimos la escala, llegamos al mismo tiempo al velador. Él tomó el arma y gritó: “¡Te mataré, te mataré!”. Desesperada me abalancé sobre él, forcejeamos un rato; de pronto un tremendo estampido rompió el silencio. Sólo un tiro salió del arma y dio de lleno en el corazón de Mario que cayó entre las camas. Con los ojos muy abiertos parecía no comprender porqué yo estaba de pie mirándolo. Tomé el teléfono y llamé a mi hermano: “Mario está muerto”, le dije casi sin voz. “Yo sabía que esto pasaría algún día. Tranquilízate, voy en seguida.”

Bajé, abrasé a mis hijas que inocentes miraban el televisor. Llegó mi familia, se llevaron a las niñas engañándolas con un paseo con sus primas. Mi hermano llamó a la policía. Después de varios trámites fui llevada a la cárcel de mujeres. Siempre tuve el apoyo de mi familia. Después de diez meses horribles fue llamada a declarar la madre de Mario y fue tan honesta que reconoció que su hijo era homosexual, pero ella tenía la esperanza que con el casamiento y luego con los hijos cambiaría. Un día la monja me dijo que al día siguiente iría al tribunal porque sería dictada la sentencia. Me dio miedo, sólo saber cuándo estaría con mis hijas me dio valor. Entré al tribunal, ahí estaba toda mi familia. También estaba Guillermo. Todo saldría bien, me dijo de pasada, “cuenta siempre conmigo”. Al sentirme apoyada, me tranquilicé.

La voz del Juez dijo: “Por buena conducta y sus atenuantes, está sentenciada a dieciocho meses.” Mi corazón latía acelerado, sólo unos meses me separaban de la libertad, de la alegría de estar con mis hijas. Guillermo me guiñó un ojo y levantó su dedo pulgar en señal de alegría, diciéndome con la mirada que mi vida recomenzaría de nuevo a su lado.


Amigas


El jolgorio era general. Todo el grupo decidió almorzar juntas ese día. Riendo acomodábamos las sillas, dispuestas a disfrutar ese momento.

_ Qué vas a pedir tú _ preguntó Griselda Leonor.

_ Yo como soy joven y no viejitas como ustedes, pediré pollo con arroz.

_ Yo prefiero ensalada y una botella de vino. ¿Qué tal?

“Toda comeremos lo mismo”, fue el consenso general. Nos acomodamos y esperamos ser servidas. Comentamos el tema de la última clase. Era un grupo heterogéneo y nos unía una gran amistad.

_ Silencio por favor, que leeré mi último poema _ dijo Margarita.

Nos quedamos en silencio y escuchamos con atención. Fuertes aplausos coronaron la lectura. “¡Bravo, lo haces cada día mejor!”

_ ¿Por qué Alicia no habrá venido? _ alguien preguntó.

_ Parece que está un poco enferma _ contestó otra.

_ ¿Les parece que llame por teléfono mientras nos atienden? _ agregó Griselda.

Continuó el parloteo, eran mujeres adultas, pero con alma de niñas y disfrutaban con alegría el estar juntas.

_ ¿No encuentran que Griselda se está demorando mucho en hacer la llamada?

_ Qué te preocupas, acaso ignoras cómo somos las mujeres cuando hablamos por teléfono.

De pronto apareció Griselda, pálida y temblorosa, se firmó en el marco de la puerta para no caer. Todas las miradas estaban fijas en ella. Por fin alguien preguntó:

_ ¿Qué pasa?

Ella tomó aliento, enmudeció por instantes y dijo: “Alicia sufrió un infarto, acaba de fallecer”

La angustia se apoderó del grupo. En el aire se sentía como si hubiese estallado un planeta lejano. Un silencio sepulcral era la respuesta a tan insólita noticia. Se negaban a aceptar esa cruel realidad, sus lágrimas y una gran fuerza interior formaban un muro como deseando contener el fuerte oleaje del mar. Su repudio interior y esa concentración mental enorme hicieron que Alicia se apareciera ante sus amigas que miraban atónitas. Etérea y sonriente les dijo: “La vida es un sendero de remos que inexorablemente se borra. Me voy alejando de esta vida hasta alcanzar lejanas galaxias en busca de seres diferentes”

Y tenuemente fue desapareciendo.


Acuarela


Qué cielo tan bello, de un intenso azul celeste bordado de hermosas nubes de un anaranjado violento que al dibujarse quedan de un cálido color rosa. Al contemplar tanta belleza cobra vida en mi cerebro tu imagen lejana. De un intenso azul brillante se va transformando en un pálido azul claro hasta llegar a un color mortecino de rocío que no es otra cosa que mis lágrimas por tu olvido. Pero no me dejaré atrapar por la tristeza. Quiero renacer, deseo convertirme en un hermoso cóndor de negro plumaje y atractivo collar blanco. ¡Quiero ser libre! Deseo volar, posarme en lo más alto de la cima de las montañas. Volar sin rumbo mecida por esa brisa suave con olor a vida. Mirar desde lo alto la inmensidad turquesa del océano. Sus olas grandiosas coronadas de espuma alzándose hacia el cielo, como queriendo besar la luna. Vagar sin rumbo en mi sueño y después posarme en esta tierra caliente y dorada, quemarme en ella. Desaparecer para luego renacer como el ave fénix.



Regreso


El tren avanzaba lentamente con su rítmico vaivén. Yo miraba por la ventana aparentemente distraído. Me parecía que el tren no avanzaba, estaba ansioso. Hacía años que no efectuaba este viaje. Fue en la época en que tenía diecisiete años. Salí de mi casa en la provincia en forma altanera, me creía dueño del mundo, todo lo creía fácil. En realidad me sentía presionado, quería volar con mis propias alas, tener mis propias experiencias de la vida.

Mi madre cariñosa y tierna me hablaba dulcemente queriendo traspasar sus vivencias. ¡Eso me alteraba!, fui atrevido y prepotente, mi madre en vano trató de retenerme.

Pasaron varios años sin comunicarnos. Un día decidí pedir perdón; escribí una carta larga y cariñosa contándoles cuánta falta me hacía su cariño. El tiempo hizo de mí un hombre, pero mi corazón aún era el de un niño que ansiaba su perdón y sus caricias. Le rogué que no contestara mi carta, yo enviaría telegrama el día de mi viaje. Si me perdonaba quería que colocara una cinta blanca en el cerezo que sus ramas dan a la estación, así sabría si me había perdonado.

Cuando el tren se detuvo, miré el cerezo. Estaba lleno de cintas blancas como brazos tiernos queriéndome abrazar. Casi no las veía bien a través de mis lágrimas, pero sentía que el cariño de mi madre era mucho mayor que mi ingratitud.

El amor no es sólo flores y poemas, es comprometerse y perdonar como lo hacía ahora mi madre.


Amor Húmedo


En un día radiante de sol enmarcado por un turquesa intenso del mar, sombreado de altas olas coronadas de espuma. Con sus cuerpos meciéndose suavemente, sus miradas se cruzaron por primera vez. Fue un momento intenso que perduraría en el corazón de la joven, eran dos seres hermosos. Ella tenía busto armonioso y largos cabellos rizados. Él, fuerte, trigueño, de hermosos ojos claros.

Se vieron diariamente durante se verano. El ruido del mar les impedía hablarse, él trató varias veces de hacerlo, más ella sólo sonreía. Cuando él se alejaba ella los seguía con la vista, lo contemplaba y esperaba ansiosa el día siguiente que sabía lo vería de nuevo.

Una tarde al marcharse él le dijo adiós con la mano, ella presintió que él se iba para siempre. Nadó desesperadamente tratando de alcanzarlo, su corazón latía desenfrenado, luchaba desafiando el mar, él se alejaba cada vez más. Él llegó a la orilla y caminó sin prisa. Ella no consiguió detenerlo, sonidos guturales se escapaban de su garganta, se arrastró en la arena que en cada movimiento desgarraba parte de su cuerpo, su cabello y sus ojos cubiertos de arena le impedían ver donde estaba, pero nada le importaba, sólo deseaba verlo una vez más, su intento doloroso fue inútil. La tarde era hermosa, la playa estaba vacía, nadie a quien pedir ayuda, sonreía al comprobar lo efímero de ese amor tan bello e imposible, sus fuerzas le habían abandonado, su fin sería morir en esa playa desconocida, al final él jamás sabría que ella era sólo una sirena enamorada.


Carolina


Clara es una mujer sola, sus padres fallecieron tiempo atrás. Entregó su vida y juventud a su familia. En sus sobrinos compensó a los hijos que la vida le negó, pero ellos crecieron y siguieron su propio destino.

Su alma romántica y tierna necesitaba a alguien a quien querer y ahí está Carolina, colorina de hermosos ojos azules, con su eterna sonrisa, dueña absoluta de ese manantial de cariño acumulado por la indiferencia de los suyos.

Clara, aunque ya anciana, llena sus horas en múltiples actividades, pero en el fondo siente que es un cauce seco de ilusiones perdidas.

Se le llenan los ojos de lágrimas al recordar al muchacho soñador colmado de planes que se casaría con ella.

Un día trajo de regalo una muñeca que vio en una vitrina ¡se parecía tanto a él!, de cabello cobrizo ondulado y hermosos ojos azules. Se la entregó diciendo “así serán los hijos que tendremos”. Pero ese terrible accidente truncó nuestros sueños.

Clara conserva a Carolina, la cuida con esmero. “¡Carolina, que te parece lo que te conté, por qué no ríes conmigo!”. Carolina, con sus ojos de vidrio, sus brazos estirados hacia Clara, la mira sin ver. Sentada inmóvil la mira hablar, la escucha y no ríe. Así Clara sigue siendo una mujer sola, pero Carolina es el símbolo de su amor de juventud. La siente como su hija porque reemplaza su anhelo de ser madre, Carolina vestida de blanco semeja una hermosa novia de la quietud, pero continúa indiferente, aún sabiéndose cómplice de ese secreto.


Espejismo

La carretera se hacía interminable, monótona. Llevaba varias horas conduciendo mi jeep. El paisaje era árido, uniforme. Por la tierra pasaba un hálito de promesas, ensueños, esperanzas.

Ante mí surgió una carretera polvorienta, una puerta que se abría para mostrar paisajes insospechados. De pronto, como un toque de magia, surgió una aldea antiquísima, sus gentes lucían ropa medieval, tocaba y cantaban una extraña melodía con instrumentos desconocidos para mí. La gente del lugar era amistosa y risueña. Me miraban perplejos, les parecía un ser de otro planeta con mi ropa metálica y mi largo cabello rubio.

Era todo tan agradable, pero sólo duró unos segundos.

De pronto un ruido desconocido me sacó de mi abstracción y me vi sentada sola al volante de mi jeep en plena carretera.

Hasta hoy me pregunto qué fue lo que pasó.



Escribir


Páginas blancas parecen frías, pero se van llenando de calidez con cada palabra surgida de esa magia maravillosa tanto tiempo escondida en lo más recóndito de mi alma. Colorido, angustia, ausencia, nostalgia. Recuerdos olvidados se hacen latentes, vibrantes a medida que mi mano va plasmando en una simple página, pero que contiene todo el sentimiento del yo interior.

Todo lo escrito es una experiencia personal o ajena, ¡no importa!, sólo sé que s como un hijo parido tardíamente, esperado y amado.

Es como un nuevo fulgor en una vida que creí vacía. Es sentirse importante en medio de tanta simplicidad, es aunar fuerza espiritual y desnudar el alma, mostrándose a los demás sin miedos.

Segura que mi inspiración llegará a otros y les hará bien.

Es emocionante sentir que juntando palabra a palabra vamos tejiendo una historia triste o alegre, pero siempre verdadera que tocará a fondo el alma del lector, que parece que hemos superado, pero están ahí presentes mirándonos, recordándonos que fueron importantes.

Amo lo que escribo, amo los motivos, amo mi libro.


Manos

Reflexión personal


Siempre sentí gran admiración por las manos de las personas, es lo primero que admiro.

Cómo no sentir la ternura en las manos de una madre al acariciar a su bebé recién nacido.

O las manos de una anciana por las que ha pasado casi un siglo de vida de trabajos y de caricias.

O las viriles manos de un pianista tocando la Polonesa Heroica de Chopin.

O las fuertes manos de un soldado al aferrar su fusil en el juramento a la Bandera.

O las firmes y sutiles manos de un cirujano a arrebatar a la muerte la vida de un paciente.

O las llagadas manos de Jesús que nos señala el camino hacia la luz.

O las hermosas y regordetas manitos de un niño que aún no conoce la maldad del mundo.

O las callosas manos de un trabajador que por años fueron su única herramienta.

O las manos que socorren a un herido.

O las manos yertas de mi madre en su viaje final.

Creo que las manos reflejan más que ningún otro miembro del cuerpo la personalidad de cada persona. Soy y seré siempre una gran admiradora de las manos, con ellas se acaricia, se abofetea, se bendice, se dice Adiós.


Mirada


Acurrucada en la ventana, día tras día con tu calorcito transparente acariciando mi rostro, espiábamos la calle. Cada detalle me inspiraba para retejer mis sueños olvidados, tratando de estirar mi vida. A lo lejos cada imagen era como palabras sueltas sin sentido, se podían hilvanar como un collar de lágrimas, con ellas recreo los sueños que no se realizarán, los amores inconclusos, truncados por el destino, en ese accidente fatal que me dejó inválida.

En nuestra permanente vigilia tras la ventana regreso al pasado. Soy joven, sana, llena de juventud, de ansias, así lo siento imaginariamente, hurto vida de esos desconocidos que indolentes pasas por la calle ignorando mi presencia. La soledad me obliga a imaginar, es mi forma ambigua de seguir viviendo, y tú, mi amiga, eres mi cómplice, cuántas veces fuiste testigo de mi desesperación, cuántas lágrimas viste correr por mis mejillas a través de los años. Sentada junto a ti doy luz verde a mi fantasía.

Por la mañana me levanto llena de candor, incapaz de imaginar los golpes que da la vida. De tarde, a la hora en que los enamorados se acarician, soy romántica y sensual. En la noche hurgo en la oscuridad algún ser solitario y triste que no tenga dónde ir, si lo diviso lo amo porque se parece a mí y mis ojos se llena de lágrimas. Pero tú, mi cortina amiga, me confortas aleteando suavemente mi rostro.

Nunca quise cobrarle a la vida mi desdicha, me esforcé en superarla, mi mundo estaba dentro de esos vidrios, ellos eran mi cárcel y mi refugio, me separaban de la realidad. Necesito seguir viviendo, pronto iré a la cama y soñaré dormida, luego amanecerá y comenzará un nuevo día, igual a tantos. Me siento cansada ¡cuesta tanto soñar! ¡Y tú mi cortina amiga no te cansas!, ¡dime hasta cuándo seguirá este tormento! ¡Hasta cuándo debemos esperar!


Decepción


Ño Domingo, On Chuma para sus amigos, con sus manos callosas liaba unos cigarros, parecían torpes o lerdas, pero él no tenía prisa.

La vida le enseñó a ser paciente. “¡Viejo, estay fumando mucho!”, le gritaba su mujer parada en la puerta del rancho. “Vieja, vení a sentarte a mi lao, creís que no sé que andai llorando por los rincones. Ya sé que la espera ha sío larga, pero la vida sigue, acuérdate que mañana, de amanecía, tengo que llevar los encargos al pueblo. Agora tengo que tener más dinero, no olvidís que el hijo terminó su carrera y necesitará más dinero pa’ iniciar su nueva vida”.

Mientras fumaba contemplaba su rancho a punto de derrumbarse como sus vidas. Él y Juana mucho tiempo añorando la compañía de Armando, su único hijo. Él estudiaba en la capital y no tenía tiempo para visitarlos. Observando su rancho se dijo: “Tengo que arreglar ese techo antes que comiencen las lluvias, nuevamente la Juana refunfuñará por el barro que se juntaba a la entrada, alegará que se le mojan las chancletas, que el invierno es largo o que llueve mucho o que hace mucho calor, en fin, alega por too y repite viejo estay fumando mucho”.

La esperanza de ver a su hijo era tan hermosa como ese arco iris que en ese momento se formaba en el horizonte. “Viejo, ¿sentiste ese ruido de motor en el camino, no será el Nanito?. “Vieja, no soñís, si viniera avisaría, sabís que la vecina nos presta el teléfono pa’ esas cosas.”

Al mirar, un auto hermoso entraba por el sendero, de él descendió un joven elegante dando la mano a una hermosa muchacha. Sonriendo dijo: “¡Soy yo mamá!”. “Viejo, no te dije que era el Nanito.”

El hijo a distancia prudente decía “Sólo vine a saludarlos y presentarles a mi esposa. Nos casamos hace quince días, ahora nos vamos a Europa.” La madre avergonzada miraba sus viejos zapatos, el padre retorcía nervioso su sombrero. “Pasa hijo, todo está limpiecito”, decía la madre con los ojos humedecidos. “Claro hijo”, repetía el padre, “no te esperábamos, pero igual pasa. Tu sabís cuánto necesitábamos verte, hace tanto tiempo que no vienes. “Gracias, padre, sólo pasamos un momento a despedirnos y contarles del casamiento. ¡Bien, ya cumplimos, vamos cariño!”

De ese sueño largamente acariciado sólo quedó la polvareda que dejó el auto al alejarse por el sendero.

Los viejos se miraban sin comprender. El padre pensaba “¡no es posible, ni un abrazo dio a su madre, ella soñó tanto con este día, cómo la convenceré que este es el precio que debemos pagar los padres campesinos por tener un hijo letrado. Yo guardaré mis lágrimas, pero ¡qué haré cuando la Juana reaccione!”

Poniéndole la mano sobre el hombro, en un abrazo cariñoso le dice: “Vieja, vamos a descansar, no olvidís que mañana tengo que madrugar".



Tenía que ser


Los largos corredores silenciosos y vacíos me conducían como una autómata hacia la sala en que yacía mi padre. Me dolía verlo atado a frascos y mangueras, me resistía a asumir su muerte inminente.

Fue toda una vida de convivencia afectiva. Al cumplir diez años falleció mi madre. Mi padre se refugió en el cariño de Aída, mi hermana mayor y yo, pero ésta nos acompañó poco tiempo, era un poco descocada y estaba perdidamente enamorada de un muchacho del barrio tan loco como ella. Un día huyeron y no volvimos a saber de ellos.

Al tiempo mi padre los ubicó y en vano trato de hacerla regresar. Ella se escondía y si lograba encontrarla lo agredía de palabra “¡Mi verdadera familia es mi hombre!”, le gritaba.

Papá regresaba deprimido y triste, trataba de ocultar sus lágrimas, pero yo lo conocía tanto que nunca logró engañarme. Abrazándolo lo consolaba, “un día volverá arrepentida y te pedirá perdón”. “Hija, si no fuera por ti que eres el sol que ilumina mi vida, la oscuridad habría tomado cuenta de ella”.

Mi padre era fuerte, nuestra relación era d amigos, nos comprendíamos y ayudábamos mutuamente.

Él tenía una pequeña industria, la que tuve que asumir por su enfermedad, sólo hacía días que cayó en la vereda frente a la casa, un vecino me avisó, corrí al teléfono a llamar al SAMU, lo acompañé angustiada.

¡Ahí comenzó mi calvario, el médico anunció que quedaría cuadriplégico. Día a día veía cómo su vida se escapaba de mis manos, sólo sus ojos tenían vida, yo veía en su mirada la impotencia de estar así, parecía un ave herida que presentía que jamás levantaría el vuelo.

Ensimismada en mis pensamientos no escuché abrir la puerta, sólo sentí un sollozo suavecito, me volví, era mi hermana. “¡A que vienes ahora!”, le espeté duramente, “¡a qué vienes ahora!”. “A ver a mi padre a pedirle perdón”. “Vienes ahora que no puede escucharte, que no puede sentirte, que perdonó las muchas lágrimas que derramó por tu culpa. ¡Vete, tu arrepentimiento es tardío!”. Salió silenciosa, al llegar a la puerta miró hacia atrás y dijo: “¡No olvides que tengo quien me defienda!”. Miró largamente y se fue.

El temido día llegó por fin, mi padre descansó. En compañía de familiares y amigos lo velábamos cuando, de pronto, en el recuadro de la puerta apareció la figura del hombre que convivía con mi hermana. “¡Vengo a llevarme todo a lo que tengo derecho!”, gritó. Mi cerebro se negaba a aceptar lo que oía, ni siquiera respetó el cadáver de mi padre aún tibio, en seguida corrí al dormitorio, allí mi padre guardaba un revólver. Lo cogí, volví a la sala y sin pensarlo dos veces disparé sobre el canalla. Él me miraba atónito, su palidez era intensa, con su mano derecha oprimía su hombro sangrante. “¡Vete antes que me arrepienta y siga disparando!”. Incrédula miraba el arma aún humeante en mi mano.


Deuda Saldada

La tarde era calurosa, un sol tórrido castigaba el poblado que se veía desierto, sólo el andar de un perro callejero rompía la monotonía del paisaje. Más al atardecer, con la brisa suave del oeste, todo cobraba vida. Como lagartijas curiosas las mujeres salían de su letargo y comenzaba el ajetreo. Los hombres después del arduo trabajo, sudorosos, pero contentos, se refugiaban en la fonda de Ña Rosario a beber una cerveza; entre comentarios y risas se alejaban del quehacer diario.

Entre ellos se destacaba Gumersindo, un mocetón simpático y dicharachero, era el alma del grupo. Al entrar buscaba ansioso la mirada de la Carmen Rosa, él estaba profundamente enamorado de esa moza sencilla de sombreados y negros ojos; sus hoyuelos en las mejillas le daban un aire picarón que enloquecía al Gume, él se sabía correspondido y se sentía el más feliz de los mortales.

El Gume era un muchacho simple, siempre fue pastor de cabras, el la estadía en la montaña aprendió a se certero con su honda, era parte de su supervivencia. Para acortar las horas tocaba su armónica, soñaba y planificaba su vida futura con la mujer que amaba.

Días atrás llegó Mañungo, afuerino bien plantao y pendenciero que aprovechándose de su rudeza atropelló sentimientos y costumbres de los lugareños. Comenzó a asediar a la Carmen Rosa, ella ingenua sin proponérselo, coqueteaba con él. Un día el Gume lo sorprendió intentando besarla lo que consiguió, y allí, como una bomba de tiempo disimulada entre jarros de cerveza, explotó el odio y los celos del Gume, mordía su rabia, no podía enfrentarlo, sabía que era un hombre de mala fama que con su facón se había echado a más de uno, pero él no permitía que ese afuerino jugara con sus sueños tan largamente acariciados, la Carmen Rosa era suya y defendería su amor como fuera. Un rencor sordo fue tomado cuerpo en el alma del Gume y fue ideando un plan para liberarse de aquel hombre.

Ese día salió antes que los demás del boliche, dio un largo rodeo hasta llegar a la hondonada junto al puente colgante que el Mañungo debía atravesar para llegar a su rancho. En su tensa espera mil ideas cruzaron por su cabeza, sólo el aire fresco que subía del fondo logró serenar sus nervios a punto de estallar. El crepúsculo se fue de súbito y la noche desparramó su sonido de ranas, su corazón latía acelerado, sin verlo capotó la cercanía del Mañungo, acrecentando el odio acumulado contra ese canalla que quiso despojarlo de lo suyo. “La Carmen Rosa es mía, él no podrá quitármela”, pensaba mientras preparaba su honda.

A la luz de la luna se destacó en el puente la figura del rival, apuntó y disparó la piedra que vengaría su dolor. El Mañungo se llevó las manos al rostro y tambaleando cayó al vacío, parecía un muñeco desarticulado golpeándose en la piedras del acantilado. Finalmente cayó al río que con sus turbulentas aguas se convertía en cómplice, llevándose lejos la razón de su desdicha.

De vuelta caminó lentamente desandando el camino poblado, esperaba que nadie preguntaría por el Mañungo, al fin era sólo un afuerino y nadie sabía de dónde venía o hacia dónde iba.


Giros

Mirtha y yo salimos alegremente de la facultad tomadas del brazo, éramos compañeras, hacía poco tiempo que nos conocíamos, pero una gran afinidad surgió entre las dos. Ella era del sur, sus padres eran ricos y la complacían en todo, ella decía que era feliz, pero a veces se mostraba pensativa y triste. “Tiene razón”, pensaba yo, “está tan lejos de sus padres”. Esa tarde le dije “¡vamos a mi casa a estudiar y de paso conocerá a mi mamá”. “Sería regio, si tu mamá es tan simpática como tú”, dijo sonriendo. Fuimos a casa, tomamos un café y estudiamos un rato. “¿Puedo fumar?”, preguntó, “¡ni lo pienses!, mamá detesta el olor a cigarro, dice que le trae malos recuerdos”.

Luego sentimos girar la llave y mamá apareció en la puerta. “¡Hola mami!, esta es Mirtha, la amiga de que te hablé”. Sonriente saludó: “Bienvenida a casa, Gema me habló de ti y se quedó corta al contarme lo simpática que eres.” Pero yo observé la palidez de mi madre al saludarla, la miraba en forma insistente, sentí un poco de celos, soy hija única y toda la atención es para mí.

Era la primera vez que invitaba a una amiga a casa y temí que a mi mamá no le agradara. Conversamos un rato, Mirtha se puso de pie y dijo “es tarde, tengo que irme”. La acompañé hasta la puerta, al regresar mi madre hizo un verdadero interrogatorio. “¿Sabes de dónde es, conoces a sus padres, cómo se llaman?”. “¡Mami, qué te pasa, tanto te impactó mi amiga!”. “No hija, es que se parece en forma extraordinaria a alguien que conocí”. “¡Cuenta mamá!, es un buen o un mal recuerdo”, inquirí, pero la notaba ansiosa y no acertaba a saber por qué.

Evité invitar nuevamente a Mirtha, pero mamá siempre preguntaba por ella, yo notaba su cambio, parecía más triste, menos amiga, imaginé que por su cabeza se colaban imágenes olvidadas que le hacían daño.

Una tarde, al llegar, me extrañó ver luces encendidas en casa, era otoño, la tarde estaba gris, negros nubarrones presagiaban tormenta.

Al entrar, mi madre estaba sentada oprimiéndose la cabeza con las manos. “¡Mamá!, ¿estás enferma?”, “No hija, estoy bien, sólo tengo algo grave que conversar contigo”. “Sí mamá, te escucho”. “Hija, nunca te conté mi pasado, ahora es preciso que lo haga. Tú sabías que eras hija única, que tu padre falleció cuando eras pequeña, la realidad es bien diferente, yo amaba a tu padre, pero él me dejó por otra cuando te esperaba, él y la otra se fueron a otro país llevándose a mi pequeña de dos años, jamás supe de ellos, los busqué durante años, pero nunca logré comunicarme con ellos. Ese día, al ver a Mirtha mi corazón dio un vuelco, era la imagen viva de tu padre, sus mismos ojos, su sonrisa, su cabello, no sé si notaste que la miraba como hipnotizada. Sin que supieras fui a averiguar a la Universidad, en realidad es hija de Mario, o sea, tu padre, tú y Mirtha son hermanas, nunca quise contarte, pero ahora que la vi mi corazón de madre no puede seguir esperando. Te ruego invites de nuevo a Mirtha, nombre que yo no le puse, ella se llama Carmencita”.

Sin salir de mi asombro me quedé callada ante esta historia increíble. ¡Yo tenía una hermana!, necesitaba aquietar mi emoción.

Mi madre tenía el rostro cubierto de lágrimas. “¡Ayúdame a recuperarla!”, me pedía ansiosa, “¡quizás logres conocer a tu padre!”

“Mamá, cuenta siempre conmigo”, dije abrazándola, “hoy a las siete de la tarde vendrá mi hermana que no sabe que lo es, a tomar onces con nosotras”

Me emociona imaginar el momento de encuentro entre mi madre y ese pedazo de su corazón alejado de ella por tanto tiempo.